Historia de cien años de música en el cine (IX)
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9. La decadencia y el resurgimiento
"Los años setenta representaron, de forma global aunque no generalizada, el periodo más difícil para la partitura cinematográfica, y no tanto porque la calidad de las composiciones disminuyera, sino debido a la aparición de elementos totalmente ajenos a la esencia de esa música. Fueron las canciones (...), meramente comerciales, imperantes entre la juventud del momento, que hicieron que la banda sonora como aportación dramática a las películas perdiese preponderancia en beneficio de las ventas de éstas en disco", escribe Conrado Xalabarder.
En efecto, carentes de ese equilibrio entre comercialidad y dramatismo -implicación en la narración del filme será mejor apuntar-, que Henry Mancini trazó con tino y brillo, las películas comenzaron a incluir un videoclip en el que, en un intento de emular el éxito de Mrs Robinson y Raindrops Keep Fallin' on My Head, la historia que se nos estaba contando se detenía para ilustrar la pieza que empezaba a sonar. Eran canciones que sí, estaban bien para tararear inconscientemente, sin recordar su título. Pero que no aportaban nada al filme, antes al contrario. Nada que ver con aquel Qué será que entonaba desesperada Josephine Conway McKenna (Doris Day) para salvar a su hijo Hank (Christopher Olsen) en la segunda versión de El hombre que sabía demasiado (Alfred Hitchcock, 1954).
Jerry Fielding y Dave Grusin son algunos de los compositores del momento. Puede que el score de Cowboy de medianoche, en donde se combinaba una notable composición de John Barry con una canción tan popular como Everybody is talking de Harry Nilsson, fuera el último ejemplo de dicho equilibrio. A partir de entonces, la pantalla estadounidense se convierte en una suerte de hit parade que resquebrajó en más de una ocasión la perfecta simbiosis entre música y cine que venía dándose desde la imagen silente.
Lo hizo en base a lo que Xalabarder tan acertadamente llama, "el ternurismo vendible" de las bandas sonoras de títulos como el ya referido Tal como éramos o Verano del 42 (Robert Mulligan, 1971). Fueron aquellos dos grandes éxitos del sentimiento fácil que durante muchos años condenarían, de cara a los cinéfilos y a los melómanos, a sus autores. Y en verdad que fue injusto, al menos en el caso de Legrand, un antiguo colaborador de Miles Davis antes de componer la banda sonora de Verano del 42, juzgarle por el mismo rasero que a Francis Lai, el precursor de toda esa sensiblería musical.
Afortunadamente, no fue todo la ligereza de esas melodías tiernas concebidas no en base al filme, sino a las listas de éxitos. Una de las mejores bandas sonoras de los primeros años 70 es la de El exorcista (William Friedkin, 1973), debida a los talentos de Jack Nitzsche, David Borden, George Crumb, Hans Werner Henze, Mike Oldfiled, Krzysztof Penderecki y Anton Webern. Igual que la cinta en sí llevará al cine de terror de los vampiros a los endemoniados, su score -por decirlo de un modo gráfico- llevará la música de dicha pantalla de la consabida Tocata y fuga en re menor de Bach -todos los supuestos tenebrismos clásicos, léase-, a las sugerencias sonoras que empezarían a acompañar al miedo a partir de entonces.
De alguna manera, sí que pude decirse que esta nueva línea en la música del terror en la pantalla dio comienzo con la nana que el malogrado músico polaco Krzysztof Komeda escribió para La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968). Como también puede decirse que ese nuevo terror de los endemoniados se inicia en dicha producción, en la que Rosemary Woodhouse (Mia Farrow) queda encinta del Príncipe de las Tinieblas.
Mucho habría que hablar acerca de una cinta rodada en el célebre edificio Dakota de Nueva York. Inmueble que se dice maldito por los nigromantes que practicaron sus rituales en sus apartamentos, porque el perverso Charles Manson se la juró a Polanski por localizar allí los exteriores de La semilla del Diablo -yendo a asesinar brutalmente a Sharon Tate, la esposa del cineasta también en estado de buena esperanza, días después- y porque en su puerta, el plomo de Mark David Chapman, puso fin al destino de John Lennon. De hecho, en la prematura muerte de Komeda a consecuencia de un extraño accidente nada más terminar el rodaje, también ha querido verse una proyección del estigma del Dakota.
Ya habrá tiempo y lugar para hablar del asunto con el detenimiento que se merece. Centrémonos de momento en la trascendencia que otro polaco incluido en el score de El exorcista, Krzysztof Penderecki, tendrá en la música del cine terror a partir de ahora. Un dato basta al respecto: suya será la partitura de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), una de las mejores muestras del género en los años venideros, así como la de Corazón salvaje (1990), una de las películas más celebradas de David Lynch.
Jack Nitzsche, otro de los integrantes del paquete de El exorcista, será el responsable de cintas tan representativas de su tiempo como Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975), Blue Collar (1978) y Hardcore, un mundo oculto (1979), ambas de Paul Schrader. Lástima que también lo sea de una horterada del calibre de Up Where We Belong, tema central de la abominable Oficial y caballero (Taylor Hackford, 1982).
Por su parte, el alemán Hans Werner Henze, proveniente del cine europeo, ya había colaborado con Alain Resnais en Muriel ou Le Temps d' un retour (1963) y con Volver Schlöndorff -El joven Torless (1966)-. Con aquél volvería a trabajar en El amor ha muerto (1984), con Schlöndorff lo haría en El honor perdido de Katharina Blum (1975) y Un amor de Swann (1983), la imposible adaptación del primer tomo de En busca del tiempo perdido.
Aunque las aportaciones de Anton Webern a la música fílmica se reducirán a poco más que la de El exorcista y la de Mike Oldfield, aunque prolongada hasta nuestros días, no volverá a registrar ningún score de la categoría de ese fragmento del Tubular Bells incluido en la cinta de Friedkin, es indiscutible la trascendencia que la banda sonora de esta película tendrá no sólo en el cine de terror, sino en toda la música de la gran pantalla venidera.
Muy distinto es el caso de la execrable Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977). Si bien como película puede tener cierto interés testimonial, pues da cuenta de cómo cierta juventud empezaba a alienarse voluntariamente los fines de semana en las discotecas, musicalmente hablando hay que decir que la creación de los hermanos Gibb es la banda sonora más censurable de toda la historia del cine. Podemos y debemos criticarla como amantes del rock y del jazz por el desdén que nos inspira la vacuidad de la música disco, que en aquellos días causaba sensación en las pistas de baile. Como cinéfilos, también podemos y debemos criticarla porque es la máxima expresión de esa canción fácil a la que aludimos. De hecho, vendió quince millones de discos, y se mantuvo durante la primera mitad de 1978 en el número uno de los álbumes más vendidos, distinción que también ocuparon en sus respectivas listas varios sencillos. Pero ni eso, ni los diversos premios Grammy obtenidos, harán que la apreciemos en lo más mínimo, ni como adoradores del cine ni como amantes de la música con sentimiento. Seguro que significa algo que esta la abominación de los Bee Gees llamase más la atención de los comentaristas radiofónicos que de la crítica cinematográfica.
Mediados los años 70, del exceso del romanticismo alemán, polifonías y demás grandilocuencias de la banda sonora de antaño se había pasado al defecto, o al exceso de superficialidad, sensiblería y canciones fáciles. Eso era lo que había cuando irrumpió con sus fanfarrias John Williams.
Antiguo pianista de la orquesta de Henry Mancini, el hombre que habría de devolver a la banda sonora su grandilocuencia pretérita, nació en Nueva York en 1932. Sus primeras noticias musicales se remontan a los arreglos de algunas marchas realizados mientras cumplía con sus obligaciones militares. Tras alguna experiencia como pianista en los clubes de jazz de su ciudad natal, regresa a Los Ángeles, donde ya había residido algún tiempo junto a su familia, como pianista de la orquesta de la Columbia. Ya metido en el cine, tiene oportunidad de tratar a Bernard Hermann, Alfred Newman y Franz Waxman, junto con Erich Wolfgang Korngold sus músicos favoritos de la pantalla. Y es que Williams, al igual que Steven Spielberg y George Lucas, dos de los cineastas con los que colaborará con mayor frecuencia, es un auténtico cinéfilo enamorado del Hollywood clásico, acaso el primero en serlo de los compositores de la gran pantalla.
Sin embargo, sus primeras creaciones habrían de ser para la pequeña. En efecto, desde 1952, el músico trabaja para algunas series televisivas, que ya le valen un par de premios Emmy. Contratado por la 20th Century Fox, entre sus primeras partituras para el cine cuenta la de Cómo robar un millón y... (1966), la simpática comedia de William Wyler que quizás hubiera debido musicalizar Mancini, como tantas otras delicias protagonizadas por Audrey Hepburn.
En cualquier caso, habida cuenta de su grandilocuencia, Williams -tras haber ganado su primera estatuilla en 1971 por la adaptación musical de El violinista en el tejado- comienza a destacar a principios de los años 70, cuando el cine de catástrofes se enseñorea de la pantalla. Suyas son las bandas de algunos de los mejores ejemplos de este dudoso subgénero -La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972), El coloso en llamas (John Guillermin, 1974) y Terremoto (Mark Robson, 1974)-, no obstante muy dado a cierta épica musical.
Hasta cierto punto, Tiburón (1975), la segunda colaboración de Williams y Spielberg tras Loca evasión el año anterior, también puede entenderse como una película de catástrofes, pues eso es lo que provoca el descomunal depredador en la apacible playa de Amity. Pero también puede serlo de terror, lo que nos llevaría a abundar en ese papel determinante jugado por nuestro querido cine de miedo en la salvaguarda de la calidad de la música fílmica en los años de Fiebre del sábado noche. En cualquier caso, el score de Tiburón, "cuyas notas de cuerda, recicladas de Bernard Hermann y que sugieren el ataque del escualo, causaron un auténtica sensación" (Luis Miguel Carmona), merecerá a Williams su primer oscar a la música original y el aplauso del gran público. Porque, contra todo pronóstico, el hombre que habría de devolver la música en la pantalla a las grandilocuencias, también habría de ser uno de los grandes vendedores de vinilos de bandas sonoras.
Tras una colaboración con Hitchcock en la última cinta del maestro británico -La trama (1976)-, llega La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), otra de sus grandes creaciones. En ella, recuperando las formas del Hollywood clásico, vuelve a ganarse el favor de crítica y público. Con las correspondientes variaciones para cada nueva entrega, el tema principal se mantendrá a lo largo de toda la serie.
Convertido en el músico por antonomasia de todas las superproducciones que también quieren rehabilitar las épicas de las pantallas pretéritas -en mayor o menor medida la evolución de la banda sonora siempre es análoga a la de la pantalla misma-, Richard Donner le encarga la partitura de Superman (1978), que habrá de ser la segunda de las bandas sonoras más populares de Williams y también origen de una saga. Cierra la triada -trilogía no es porque se trata de obras sin ninguna conexión entre sí-, En busca del arca pérdida (1980), un nuevo trabajo para Spielberg, con quien nunca ha dejado de colaborar. Entre aplausos y estatuillas -es uno de los técnicos más oscarizados de la historia del cine-, la carrera de Williams proseguirá hasta el momento de escribir estas líneas.
Mientras las enfáticas músicas del antiguo pianista de Mancini predisponían a las audiencias para la admiración de los héroes que evolucionaban en la cinta bajo sus compases, hay más compositores empeñados en la misma empresa. Otro neoyorquino, Bill Conti, es por derecho propio uno de ellos. Aunque ya cuentan en su haber cintas tan notables como Próxima parada Greenwich Village (Paul Mazursky, 1976), será con Rocky (John G. Avildsen, 1976) -también origen de una serie que viene a demostrar el agotamiento que empieza a padecer Hollywood- con la que Conti gane el favor del público, que también compra sus discos.
Otro de los músicos de este momento es Stanley Myers. Aunque concibe sus primeras partituras a imitación de los ritmos más sincopados de Mancini y Bacharach será una composición mucho más melancólica y sosegada la que llame la atención de Michael Cimino, quien a la postre le catapultará al parnaso que nos ocupa al encomendarle el score de El cazador (1978). Se trata de una pieza para guitarra incluida en la banda sonora de El precio de amar (Eric Till, 1970), un drama romántico con un asunto criminal de fondo. Cavatina, el tema en cuestión, cautiva tan poderosamente a Cimino que decide incluirlo en la banda sonora de El cazador, su interesantísimo acercamiento al conflicto vietnamita. Todavía es ahora cuando Cavatina, tema en verdad evocador, forma parte de las selecciones de chill out.
Compositor en verdad ecléctico, en la siguiente década destaca en sus colaboraciones con el inglés Stephen Frears, para quien escribe las músicas de Mi hermosa lavandería (1985). Sammy y Rosie se lo montan (1987) y Ábrete de orejas, del mismo año.
La innovación a la entrada en los años 80 viene marcada por el griego Vangelis. Aunque Evangelos Odyssey Papathanassiou, tal es su verdadero nombre, procedía del mundo del pop -fue el creador de los primeros ejemplos de esta música en Grecia- no devolvió la música cinematográfica a esas canciones que a la larga acabaron siendo tan perniciosas diez años atrás.
Pianista tan precoz como es menester, ofrece sus primeros conciertos en el Volos que le vio nacer en 1943, cuando sólo cuenta seis abriles. Corre 1958 cuando ingresa en el grupo Formix y en 1967, tras el golpe de estado que encierra a Theodroakis, se exilia en París donde forma Aphrodite's Child junto al vocalista Demis Roussos y un par de compatriotas. Disuelto el grupo a comienzos de la siguiente década, Vangelis, misántropo y enigmático, se instalada en Londres y se recluye en un estudio de grabación para alumbrar sus composiciones, que suelen interpretar artistas italianos: Claudio Baglioni, Richard Cocciante, Milva...
Aunque sus primeros trabajos para el cine los lleva a cabo en su Grecia natal -O adelfos mou... o trohonomos (Filippos Fylaktos, 1963), 5.000 psemmata (Giorgos Konstadinou, 1966), To prosopo tis Medousas (Mikos Koundouros, 1967)- da el salto a la pantalla internacional con una producción francesa, Sex power (Henri Chapier, 1970). Muy reclamado por Frédéric Rossif -El Apocalipsis de los animales (1972) La fiesta salvaje (1976)- y otros prestigiosos documentalistas, las partituras de Vangelis se suceden en las pantallas de Francia, Italia, Inglaterra e incluso España, donde firma el score de Mater amatísima (José Antonio Salgot, 1980).
Un año después, la composición que escribe para Carros de fuego, de Hugh Hudson, le vale el Oscar a la Mejor Banda Sonora y le catapulta a ese parnaso de las bandas sonoras al que nos referimos. Con el teclista griego, el mago de los sintetizadores, también entra en dicho limbo algo impreciso entre la música electrónica y la new age. Sea como fuere, llegan los scores de cintas tan aplaudidas como Desaparecido (Costa-Gavras, 1982), Blade Runner (Ridely Scott, 1982), a nuestro juicio su mejor trabajo.
Durante los años 80 aún operan algunos de los grandes maestros, tales son los casos de Jerry Goldsmith y Elmer Bernstein. Pero a falta de cintas a la altura de su prestigio, aquél se verá obligado a musicalizar desatinos del jaez de Acorralado II parte (George P. Cosmatos, 1985) en tanto que Bernstein lo hace en Aterriza como puedas II (Ken Finkleman, 1982). Si señor, aunque algunos aún siguen trabajando, el tiempo de los grandes de otras épocas ya ha pasado.
En la pantalla de los años 80, la batuta -nunca mejor dicho- la llevan músicos como Dave Grusin en sus distintos trabajos para Sydney Pollack, o John Barry que, lejano ya su sonido Bond, sorprende en Fuego en el cuerpo (Lawrence Kasdan, 1981) y Memorias de África (1985), también de Pollack. El japonés Ryuichi Sakamato hace una encomiable adaptación de la música de su país a la sonoridad occidental en Feliz Navidad Mr Lawrence (1983), dando lo mejor de sí en El último emperador (Bernardo Bertolucci, 1987). El realizador italiano volverá a reclamarle para la partitura de El cielo protector (1990) y El pequeño Buda (1993).
Michael Nyman se dio a conocer en sus trabajos para Peter Greenaway: El contrato del dibujante (1982), Conspiración de mujeres (1988), El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989). Ante la reducida distribución de las cintas de este realizador inglés, habría de ser a raíz del estreno de El Piano (1993) su colaboración con la neozelandesa Jane Campion, cuando empezara a decirse que Nyman había introducido el minimalismo en la música cinematográfica. El compositor se expresaba en estos términos: "Dado que Ada -el personaje protagonista- no habla, el piano no sólo tiene el habitual papel expresivo, sino que se convierte en sustituto de su voz. El sonido del piano es el de su personalidad, su estado de humor, sus expresiones, su forma de comunicarse, su lenguaje corporal".
Minimalista o no, en 1993 las bandas sonoras ya abandonaban el vinilo y empezaban a ser registradas en el entonces moderno CD.
Publicado el 4 de agosto de 2011 a las 16:00.